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A Schweinsteiger le dicen en Alemania "Schweini" —¿puerquito?—... Personalmente, me quedo con el porcicultor, pues eso de ser capataz siempre lo hace a uno medio cerdo, y francamente no es mi estilo...
Los personajes imaginarios tienen más empaque y verdad que los reales. Mi mundo imaginario siempre ha sido el único mundo verdadero para mí. Nunca he disfrutado de amores tan reales, tan llenos de vigor, de sangre y de vida como los que mantuve con quienes yo mismo creé. ¡Qué loco! Siento nostalgia de ellos porque, como los demás, también pasan...
Regiones, suplemento de antropología…
Número 39
martes 13 de octubre de 2009
La noción de diversidad sexual ha sido utilizada y concebida de muy diferentes maneras, según el espacio en el que se maneje y el objetivo de quien lo haga, aunque existen argumentos comunes en su discusión. Uno de éstos es el cuestionamiento a la construcción social y cultural de forma “legítima” y “normal” de vivir la sexualidad, sostenida por los discursos religiosos y las ciencias biomédicas.
No obstante, se ha llamado la atención, de manera reiterada, para no reducirla a una forma “correcta” de referirse a grupos no heterosexuales, sino más bien a que, al hablar de diversidad sexual, debería incluirse en ella todo tipo de preferencias y prácticas en torno a la sexualidad. Esta labor crítica ha repercutido en la legislación de varios países, ya que ha surgido en un escenario caracterizado por la lucha por el reconocimiento de las sociedades como plurales en su sentido más amplio.
Bajo el título de “Diversidad sexual”, esta entrega de Regiones, suplemento de antropología… recoge textos que abordan, desde distintas perspectivas, esta temática.
Editorial
Diversidad sexual
Adriana Saldaña
Perspectiva
Diversidad sexual: se aplican restricciones
Joan Vendrell Ferré
Casos
La construcción del sujeto lésbico en el estado español
Raquel Platero Méndez
Itinerarios lésbicos: resignificando espacios, develando la invisibilidad
Gisela Pérez Santana
La carnavalización de la Marcha del Orgullo LGBTTT de la ciudad de México
Porfirio Miguel Hernández Cabrera
Salud, sexualidad y derechos humanos
Marco Antonio Aragón Arias
Mirada
Familias mexicanas
Óscar Sánchez Gómez
Reseña
Diversidad sexual en el INAH
Edith Yesenia Peña Sánchez
Nietzsche afirma en gran parte de su obra, en particular en La voluntad de poderío, que la ficción de un “más allá” inventado para sancionar moralmente a este mundo —tal como aparecería en el cristianismo— es consecuencia de un desprecio a lo que hay, a lo que existe aquí y ahora; un “más allá” trascendente contra el cual afirma una moral natural reinante en “este mundo” que, con ello, le negaría a dicha quimera el statu de existente. Algo similar se encuentra en El tema de nuestro tiempo, de Ortega y Gasset, quizá inspirado por la llamada “filosofía de la vida” de aquel filósofo alemán que terminó sus días en el manicomio.
La doctrina del más allá descubierto por el nihilismo como una ficción se encontraría con el mismo problema que llevó a los griegos, en el alba de la civilización occidental, a inventarse algo como la razón. Pero en ese caso, tanto ésta como el cristianismo —y todo cuanto se le parezca—, buscarían encontrar una respuesta a la misma cuestión.
El racionalismo griego, idealista o materialista —según dice Ortega—, es la consecuencia de esa creencia más profunda que ya se advierte en el “dualismo” de dicha cultura, esbozado por el propio Nietzsche en El origen de la tragedia y tratado por Colli en El nacimiento de la filosofía con un enfoque que “superaría” la perspectiva del pensador intempestivo. Esa idea que lo explica dice que, así como para los griegos los extremos de su cultura estaban delimitados por aquello que simbolizaban las deidades de Apolo y Dionisos, así también sobre esa dualidad unificada en el don de la adivinación —el oráculo de Delfos— se cimienta otra idea: la de un mundo en el que todo fluye y todo perece; nada es inmutable y nada permanece.
La adivinación, sin duda, habría sido una forma de “controlar” el futuro. Para desgracia de los humanos, el oráculo tenía por costumbre hablarles en la “lengua” de los dioses: a través de enigmas. Pero aun en el caso de que se lograran descifrar las oscuras palabras lanzadas por el terrible dios a través de la extática pitonisa, ello no cambiaba el rumbo de las cosas. Podía saberse lo que pasaría pero no había manera de evitarlo. Allí está el Edipo que acaba por matar a su padre y acostarse con su madre. Descifrar enigmas no es ningún consuelo.
Sin embargo, aunque permanece la duda sobre si un “determinismo” como ese embotaría la acción,[i] sobre si realmente en dado caso de nada serviría “conocer el futuro”, esto no resulta muy claro. El oráculo señala qué cosa ocurrirá, pero no dice de qué manera. Se trata de una ley que no sólo sanciona lo que vendrá sino que, además, tiene la certeza de que, aquello que ella misma prescribe, ineludiblemente ocurrirá. Para dicha ley las circunstancias son irrelevantes, pero no para los hombres, que padecen el rigor de esa fatalidad. Presuntamente para ello se acude al oráculo: para mitigar la angustia del inexorable devenir.
Esa ley, que no deja escapatoria, coincidiría de igual modo tanto con la doctrina de que todo está en constante movimiento —el conocido “todo cambia”, no tanto propiedad de Heráclito como de Platón— como con aquella otra que aparenta serle su contraria, la parmenídea del ser inmóvil, bellamente expresada en los versos del poema épico alegórico Sobre la naturaleza:
Es una y la misma cosa el pensar y aquello por lo que hay pensamiento,
pues sin acudir al Ser, en el cual se encuentra expresado,
¿podrías acaso encontrar el pensar? Nada hay ni habrá
fuera del Ser, ya que el Destino lo encadenó
en una totalidad inmóvil.[ii]
Pero, por un lado, ni la doctrina de que todo cambia se le opone a esta del ser inmóvil —ya que postula un principio de mutabilidad y, por tanto, la existencia de un ámbito de trascendencia,[iii] es decir, de un mundo en el que “todo lo que cambia” en realidad no cambia—, ni, por otro, la doctrina del ser inmóvil está disociada de esa fatalidad que, parafraseando los versos del mismo Parménides, se impone como un “Destino” que “encadena” las cosas, no evidentemente en el sentido de “estar unido a”, sino en el de “estar condenado a” algo que invariablemente será.
Tal vez aquí se advierta algún asomo de cristianismo. ¿Por qué usar, en vez de cualquier otra, la palabra “condena”, que tan fuerte carga semántica tiene en la jerarquía de valores de esa doctrina religiosa? Quizá porque ella remite directamente a la analogía trazada al inicio entre la razón inventada por los griegos, un mundo de conceptos puros, el de los logoi —donde las cosas visibles y tangibles no varían sin cesar, aparecen y se consumen, se transforman las unas en las otras, al contrario de este en el que estamos, donde “lo blanco se ennegrece, el agua se evapora, el hombre sucumbe […] los deseos y afanes se cambian y se contradicen; el dolor, al menguar, se hace placer; el placer, al retirarse, fastidia o duele”—,[iv] entre esa razón y el cristianismo, tal como lo cuestiona Nietzsche, en tanto que doctrina religiosa que postula “un más allá de la vida, en el que la gran máquina de castigar se representa ya en acción”[v] —estar condenados—, en desprecio al “más acá” en el que se está aquí y ahora, donde opera una moral natural en oposición a la mentira denunciada por el nihilismo de un “más allá” inexistente.
Ya se advierten, por último, algunas conclusiones. Siguiendo a Nietzsche se puede decir, primero, que tanto el "racionalismo" como la religión sobre los que se fundó la civilización occidental, ambos triunfantes sobre movimientos opuestos de la cultura, postulan un mundo verdadero —la razón, el “más allá”— desde donde se sanciona a su vez lo que puede y lo que no puede ser verdad en este mundo platónicamente imperfecto; y segundo, que el sacerdote y el filósofo —o el científico, cancerbero contemporáneo del saber— comparten la similar característica de valerse ambos del mismo látigo para sojuzgar la vida, imponiéndole una ley que castiga sobre la mentira de un fundamento inexistente.
Notas
[i] Aparentemente al contrario de un hipotético hombre nietzscheano que, careciendo de la facultad del olvido, no puede evitar ver en todo un incesante devenir: “un hombre semejante no creería en su propia existencia, no creería en sí, vería todo disolverse en una multitud de puntos móviles, perdería pie en ese fluir del devenir; como el consecuente discípulo de Heráclito, apenas se atreverá a levantar el dedo”, Friedrich Nietzsche, De la utilidad y de los inconvenientes de los estudios históricos para la vida, en http://www.elabedul.net/Documentos/De_la_utilidad.doc, p. 4, consultado el 3 de julio de 2008 (para los detractores de la red recomiendo la excelente versión incluida en la antología de A. Vital (ed.), Ensayistas alemanes [siglos XVIII-XIX], Conaculta, México, 1995).
[ii] Parménides, Zenón, Meliso, Heráclito, Fragmentos, Orbis, Barcelona, 1983, p. 54, traducciones de José Antonio Miguez y Luis Farré.
[iii] Ibidem, pp. 122 y ss.
[iv] José Ortega y Gasset, El tema de nuestro tiempo, Tecnos, Madrid, 2002, p. 95.
[v] Friedrich Nietzsche, La voluntad de poderío, Edaf (Biblioteca Edaf 129), Madrid, 1998, p. 107.
En su novela Mala hierba —nos dice Azorín en un viejo libro llamado Tiempos y cosas—, Baroja nos presenta a un personaje frío, maquinal y nihilista que por voz propia nos transmite su tenebrosa filosofía: “la civilización —dice— está hecha para el que tiene dinero, y el que no lo tenga, que se muera”.
Tal es, sin duda, para quien se asume como pesimista —o como realista, si además es cínico—, el principio supremo de la sociedad contemporánea, tan mal disimulado por todos en cada rincón de la vida práctica.
Ser absolutamente modernos
Entre las páginas 145 y 172 de La inmortalidad, Milan Kundera formula una definición de modernidad que dice más o menos así: ser absolutamente modernos significa ser aliado de sus sepultureros. La frase es una paráfrasis de Rimbaud, quien en algún sitio de Una temporada en el infierno habría escrito que “es necesario ser absolutamente moderno”. Pero, ¿qué quiere decir esto?
La modernidad es sólo una forma: la forma de la novedad, y lo que le da su contenido puede ser todo, cualquier cosa: ayer fue el Aserejé, mucho antes fue el socialismo, hoy es “no se apendeje, vote por el Peje”, mañana cualquier otra cosa.
La batalla de la vida
La filosofía del pesimista reivindica el derecho del más fuerte, quien ha pasado sobre los más débiles, quien los ha vencido. “Cuando se triunfa —vuelve Azorín sobre Baroja— la razón, la moral y aun la belleza están con el que triunfa […] Tal es, hoy, como en las edades primitivas, el gran problema: vencer en la batalla de la vida”. Y la batalla de la vida diaria es la guerra por tener dinero o, en el mejor de los casos, por hacerse ricos. Pero de nada sirve ser ricos (o tener dinero) si los otros no lo ven.
El holgazán no es socialmente sancionado por despreciar el trabajo ennoblecedor, sino por su indiferencia ante el fundamento de la ideología que lo sustenta. El fracasado y el holgazán obstruyen el camino de la sociedad hacia el bien. El bien es la base de la sociedad.
Y si el bien es la base de la sociedad, la tecnología es hoy el bien, puesto que la tecnología —dice Gellner en Anthropology and Politics— es la nueva base de la sociedad: “el aliciente del crecimiento económico en cierto modo reemplaza al temor como la piedra angular del edificio social”. Y la sociedad ofrece ese aliciente a quienes no tengan el temor de pisotear a su prójimo para escalar por sus peldaños.
Tengo un carro nuevo
El holgazán no es malo porque no le guste trabajar, sino porque con su pereza niega el espíritu moderno. Pereza es —dice el filósofo lituano Emmanuel Levinas en la nota 24 de Ética e infinito— una abstención de futuro, fatiga del porvenir.
Quien no tiene dinero no puede adquirir cosas, pero en la Era Moderna, sólo vale adquirir cosas nuevas. Quien compra de “segunda mano” es un fracasado, a loser, no le alcanza, si bien se esfuerza por conseguirlo.
Sin embargo, la filosofía del pesimista viene desde mucho antes. El pesimista no es un holgazán. El pesimista no encuentra el sentido por ninguna parte. Dice Baroja citado por Azorín: “Manuel se sentó en la cama, pensativo […] ¡Cuántos buenos proyectos, cuántos planes acariciados en la mente no habían fracasado en su alma! Estaba al principio de la vida, y se sentía sin fuerzas ya para la lucha. Ni una esperanza, ni una ilusión, le sonreía […] El trabajo, ¿para qué? Componer y componer columnas de letras de molde, ir y venir a casa, comer, dormir, ¿para qué? No tenía un plan, una idea, una aspiración”. Y luego el mismo Azorín repite: “El trabajo, ¿para qué? Las inquietudes, los afanes, los cambios, las aspiraciones hacia un ideal lejano, ¿para qué? ¿Veis ya cómo aparece claramente el nihilismo que paraliza vuestros instintos?”.
Por eso el pesimista sentencia: la civilización está hecha para el que tiene dinero, y el que no lo tenga que se muera. Sí, que se muera y bien muerto. Porque no se puede vivir en este mundo si no se tiene con qué pagar objetos nuevos —tecnológicamente avanzados y por cierto onerosos— o, por lo menos, aquellos que le saquen a uno de la anomia.
Como un carro, por ejemplo, al que Kundera ha llamado con acierto el orgullo del hombre moderno.
20 de junio de 2005