jueves, 6 de agosto de 2009

De la condena del mundo por su falsedad

Nietzsche afirma en gran parte de su obra, en particular en La voluntad de poderío, que la ficción de un “más allá” inventado para sancionar moralmente a este mundo —tal como aparecería en el cristianismo— es consecuencia de un desprecio a lo que hay, a lo que existe aquí y ahora; un “más allá” trascendente contra el cual afirma una moral natural reinante en “este mundo” que, con ello, le negaría a dicha quimera el statu de existente. Algo similar se encuentra en El tema de nuestro tiempo, de Ortega y Gasset, quizá inspirado por la llamada “filosofía de la vida” de aquel filósofo alemán que terminó sus días en el manicomio.

La doctrina del más allá descubierto por el nihilismo como una ficción se encontraría con el mismo problema que llevó a los griegos, en el alba de la civilización occidental, a inventarse algo como la razón. Pero en ese caso, tanto ésta como el cristianismo —y todo cuanto se le parezca—, buscarían encontrar una respuesta a la misma cuestión.

El racionalismo griego, idealista o materialista —según dice Ortega—, es la consecuencia de esa creencia más profunda que ya se advierte en el “dualismo” de dicha cultura, esbozado por el propio Nietzsche en El origen de la tragedia y tratado por Colli en El nacimiento de la filosofía con un enfoque que “superaría” la perspectiva del pensador intempestivo. Esa idea que lo explica dice que, así como para los griegos los extremos de su cultura estaban delimitados por aquello que simbolizaban las deidades de Apolo y Dionisos, así también sobre esa dualidad unificada en el don de la adivinación —el oráculo de Delfos— se cimienta otra idea: la de un mundo en el que todo fluye y todo perece; nada es inmutable y nada permanece.

La adivinación, sin duda, habría sido una forma de “controlar” el futuro. Para desgracia de los humanos, el oráculo tenía por costumbre hablarles en la “lengua” de los dioses: a través de enigmas. Pero aun en el caso de que se lograran descifrar las oscuras palabras lanzadas por el terrible dios a través de la extática pitonisa, ello no cambiaba el rumbo de las cosas. Podía saberse lo que pasaría pero no había manera de evitarlo. Allí está el Edipo que acaba por matar a su padre y acostarse con su madre. Descifrar enigmas no es ningún consuelo.

Sin embargo, aunque permanece la duda sobre si un “determinismo” como ese embotaría la acción,[i] sobre si realmente en dado caso de nada serviría “conocer el futuro”, esto no resulta muy claro. El oráculo señala qué cosa ocurrirá, pero no dice de qué manera. Se trata de una ley que no sólo sanciona lo que vendrá sino que, además, tiene la certeza de que, aquello que ella misma prescribe, ineludiblemente ocurrirá. Para dicha ley las circunstancias son irrelevantes, pero no para los hombres, que padecen el rigor de esa fatalidad. Presuntamente para ello se acude al oráculo: para mitigar la angustia del inexorable devenir.

Esa ley, que no deja escapatoria, coincidiría de igual modo tanto con la doctrina de que todo está en constante movimiento —el conocido “todo cambia”, no tanto propiedad de Heráclito como de Platón— como con aquella otra que aparenta serle su contraria, la parmenídea del ser inmóvil, bellamente expresada en los versos del poema épico alegórico Sobre la naturaleza:


Es una y la misma cosa el pensar y aquello por lo que hay pensamiento,

pues sin acudir al Ser, en el cual se encuentra expresado,

¿podrías acaso encontrar el pensar? Nada hay ni habrá

fuera del Ser, ya que el Destino lo encadenó

en una totalidad inmóvil.[ii]


Pero, por un lado, ni la doctrina de que todo cambia se le opone a esta del ser inmóvil —ya que postula un principio de mutabilidad y, por tanto, la existencia de un ámbito de trascendencia,[iii] es decir, de un mundo en el que “todo lo que cambia” en realidad no cambia—, ni, por otro, la doctrina del ser inmóvil está disociada de esa fatalidad que, parafraseando los versos del mismo Parménides, se impone como un “Destino” que “encadena” las cosas, no evidentemente en el sentido de “estar unido a”, sino en el de “estar condenado a” algo que invariablemente será.

Tal vez aquí se advierta algún asomo de cristianismo. ¿Por qué usar, en vez de cualquier otra, la palabra “condena”, que tan fuerte carga semántica tiene en la jerarquía de valores de esa doctrina religiosa? Quizá porque ella remite directamente a la analogía trazada al inicio entre la razón inventada por los griegos, un mundo de conceptos puros, el de los logoi —donde las cosas visibles y tangibles no varían sin cesar, aparecen y se consumen, se transforman las unas en las otras, al contrario de este en el que estamos, donde “lo blanco se ennegrece, el agua se evapora, el hombre sucumbe […] los deseos y afanes se cambian y se contradicen; el dolor, al menguar, se hace placer; el placer, al retirarse, fastidia o duele”—,[iv] entre esa razón y el cristianismo, tal como lo cuestiona Nietzsche, en tanto que doctrina religiosa que postula “un más allá de la vida, en el que la gran máquina de castigar se representa ya en acción”[v] —estar condenados—, en desprecio al “más acá” en el que se está aquí y ahora, donde opera una moral natural en oposición a la mentira denunciada por el nihilismo de un “más allá” inexistente.

Ya se advierten, por último, algunas conclusiones. Siguiendo a Nietzsche se puede decir, primero, que tanto el "racionalismo" como la religión sobre los que se fundó la civilización occidental, ambos triunfantes sobre movimientos opuestos de la cultura, postulan un mundo verdadero —la razón, el “más allá”— desde donde se sanciona a su vez lo que puede y lo que no puede ser verdad en este mundo platónicamente imperfecto; y segundo, que el sacerdote y el filósofo —o el científico, cancerbero contemporáneo del saber— comparten la similar característica de valerse ambos del mismo látigo para sojuzgar la vida, imponiéndole una ley que castiga sobre la mentira de un fundamento inexistente.


Notas

[i] Aparentemente al contrario de un hipotético hombre nietzscheano que, careciendo de la facultad del olvido, no puede evitar ver en todo un incesante devenir: “un hombre semejante no creería en su propia existencia, no creería en sí, vería todo disolverse en una multitud de puntos móviles, perdería pie en ese fluir del devenir; como el consecuente discípulo de Heráclito, apenas se atreverá a levantar el dedo”, Friedrich Nietzsche, De la utilidad y de los inconvenientes de los estudios históricos para la vida, en http://www.elabedul.net/Documentos/De_la_utilidad.doc, p. 4, consultado el 3 de julio de 2008 (para los detractores de la red recomiendo la excelente versión incluida en la antología de A. Vital (ed.), Ensayistas alemanes [siglos XVIII-XIX], Conaculta, México, 1995).

[ii] Parménides, Zenón, Meliso, Heráclito, Fragmentos, Orbis, Barcelona, 1983, p. 54, traducciones de José Antonio Miguez y Luis Farré.

[iii] Ibidem, pp. 122 y ss.

[iv] José Ortega y Gasset, El tema de nuestro tiempo, Tecnos, Madrid, 2002, p. 95.

[v] Friedrich Nietzsche, La voluntad de poderío, Edaf (Biblioteca Edaf 129), Madrid, 1998, p. 107.

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